10.11.10

Camel - Mirage (1974)

La primera vez que escuché a Camel habrá sido por ahí de 1986. Recuerdo que un efímero amigo, de cuyo nombre ya no tengo registro en mi memoria, me colocó sus infaltables audífonos sobre la cabeza y me pidió encarecidamente que me deleitara con los sonidos que surgían de su walkman. Era tal su euforia que intenté concentrarme en aquello. Creo que le dije que me gustaba, aunque poco pude escuchar como para realmente compartir la pasión con la que él se entregaba a esta banda londinense. Creo que me prestó un par de cintas, también creo que nunca las escuché, al menos no como él quería. No me entregué a ellas como solía hacerlo, de manera natural, con los acetatos de Pink Floyd que mi padre tuvo a bien siempre dejar a la mano.

Después no volví a ver a mi amigo. Una lástima, pues era un buen tipo. Camel, asimismo, quedó enterrado. Sin embargo, hará unos cinco años, con el boom de las descargas gratuitas en internet, al internarme un poco en bosques y desiertos de rock progresivo, una de las primeras referencias que saltaron a mi encuentro fue precisamente la de esta banda con nombre de cuadrúpedo jorobado.

Conformada en 1971, Camel ha gozado, desde su formación, mucho más de prestigio que de éxito comercial. Esto originado, quizá, por la férrea competencia con sus titanes contemporáneos: Pink Floyd, Yes, King Crimson, Genesis, Jethro Tull, Emerson Lake & Palmer, todos célebres y todos de origen británico!

Con 14 álbumes de larga duración y una gran cantidad de cambios y recambios de sus integrantes, los de Camel han ido escribiendo una etapa no sólo prolífica, pero también cualitativamente buena en la historia del rock progresivo. Mucho de esto se le debe al multiinstrumentalista Andrew Latimer, quien es el único integrante que ha permanecido ininterrumpidamente con la banda desde principios de los años setenta. Latimer es un virtuoso de la composición musical.

A través de un estupendo bagaje melódico, Camel ha adquirido un sello propio que es difícil confundir una vez que se han escuchado algunos de sus trabajos de larga duración. El disco Mirage (1974), por ejemplo, está plagado de cambios armónicos, donde los instrumentos van adquiriendo protagonismo por turnos. Me explico: si de pronto se escucha un solo de guitarra que asciende y desciende con una plasticidad virtuosa, inmediatamente después y sin previo aviso, uno puede distinguir que es ahora el órgano el que ha usurpado el plano principal en la palestra. Tal es el caso del primer track, no en vano titulado Freefall (caída libre), donde las melodías revolotean con libertad, al tiempo que Latimer las acompaña con un incisivo puntilleo vocal. Tras escuchar este torbellino de sonidos, queda la impresión de haber testificado una batalla musical; una, por supuesto, que uno no hubiese querido abandonar.

Para el segundo track, Supertwister, el cuarteto británico se ha guardado sonidos menos explícitos, acaso más misteriosos por pausados. El coqueteo jazzístico salta al oído. La batuta, en esta ocasión, la lleva la flauta. El sonido del instrumento de viento se mece alegre en los intermezzos que comparte con la batería de Andy Ward. Hacia el final de la pieza, sin embargo, la flauta de Latimer abandona su parsimonia, se vuelve saltarina y alterna piruetas con el órgano de Peter Bardens, quien figura, igualmente, como el principal compositor de este material discográfico.

El tercer track, Nimrodel/The Procession/The White Rider, consiste en una épica composición que rebasa los nueve minutos. El tríptico musical está basado, según Latimer, su propio autor, en algunos pasajes de El Señor de los Anillos. La paleta de colores, en efecto, incluye tonos azulados que tiran al gris. Comenzando el primer movimiento, Nimrodel, con sonidos urbanos que recuerdan los de un desfile con banda y trompetas, para súbitamente caer en el segundo movimiento, The Procession, mismo que infunde sensaciones mucho muy distintas. En éste, la atmósfera del primer minuto y medio es la de un paisaje solitario, quizá desértico. No obstante, una vez que uno se recuesta a disfrutar del acompasado galope del camello, el ataque instrumental de The White Rider  arremete con renovada intensidad. Levantarse aquí, pues, no es sólo despertar, sino volver a la vida.

De este mismo talante es el track 4, Earthrise, donde la velocidad en el rasgueo de la guitarra, así como el incesante sincopeo en la batería, remite, por momentos, al funk más prominente.

El sonido de Lady Fantasy, quinta y última pieza del álbum, apuntala al tiempo que sumariza lo gestado en los tracks que le preceden. Se trata, nuevamente, de una pieza dividida en tres movimientos. La transferencia entre uno y otro, sin embargo, no es tan evidente como en Nimrodel…  En Lady Fantasy podemos escuchar algunos de los momentos más pesados en lo que a ejecución instrumental se refiere. Pesadez que en ningún momento lidia con el virtuosismo. Guitarras de baja distorsión acompañadas por el órgano que zumba en vaivenes hipnóticos. La batería transcurre en ritmos de un rock acelerado y combatiente. El clímax se concreta en el último par de minutos, donde el ascenso progresivo llega a la cúspide. Estamos, ahora, en la cresta de la imponente duna. Esa misma montaña arenosa que trece minutos antes, al comienzo de este finísimo desplante musical, nos ilusionaba porque parecía interminable. Ahí, finalmente hay un descanso. Latimer vuelve con esa voz grave y pacífica. Sólo han pasado 37 minutos y el cuerpo parece estar listo para volver a empezar el juego favorito del que escucha a Camel: el de la ensoñación.

Sin duda, 24 años después entiendo cabalmente la pasión y la euforia de mi anónimo amigo por esta banda. 

Más vale tarde que nunca: Camel es una auténtica chingonería.