1.10.11

Red Hot Chili Peppers


El legado de la sangre, el azúcar, el sexo y la magia


La música de esta banda ‒álbum tras álbum, cambio tras cambio‒ se ha vuelto impredecible. El procedimiento es insistente, pero lo cierto es que nunca ha dejado de sorprender con sus arreglos, sus melodías, sus nuevas formas de transferir experiencias y anécdotas desde el plano personal hasta el público a través de la composición instrumental y letrística.
I like pleasure spiked with pain, and music is my aeroplane.
—RHCP, “Aeroplane”

Primera parte

He escuchado a las mejores mentes de mi generación ‒y hasta de una anterior‒ decir que la cultura pop se lo chinga todo. La sentencia aplica la mayoría de las veces. Estamos rodeados de productos chatarra, diseñados bajo pedido de acuerdo con métodos y fórmulas mercadológicas cada vez más maquiavélicas. Las industrias culturales intentan ‒como es lógico‒ comercializarlo todo, hacerlo accesible a las masas, volverlo popular. Los que eligen bien y tienen una buena estrategia se enriquecen. Nosotros, consumidores connaturales, moldeamos nuestros gustos escogiendo de entre la infinidad de productos. El asunto no es trágico si se piensa que no todo lo pop es basura ni todo lo underground tiene calidad. De hecho, de vez en cuando, el impulso económico que otorga la industria ‒digamos, la musical‒ a algunos proyectos, con el tiempo, permite que éstos se hagan mejores. Tal es el caso de la banda californiana de funk rock Red Hot Chili Peppers.
En los escenarios desde 1984 y con diez discos de larga duración en su haber, los RHCP no han hecho sino hacerse mejores. La obsesión por la música que llevó a dos adolescentes llamados Michael Balzary, mejor conocido como Flea (pulga, en inglés), y Anthony Kiedis a emprender el proyecto parece intacta hasta nuestros días. La alineación original estaba conformada por Flea en el bajo, Kiedis en las voces, Hillel Slovac en las guitarras y Jack Irons en la batería. Slovac moriría a mediados de 1988, víctima de una sobredosis de heroína semanas después de concluir la gira promocional europea del álbum The Uplift Mofo Party Plan. Al igual que Slovac, Kiedis tuvo un periodo de adicción al opiáceo, pero logró superarlo. El cuarteto original se mantendría unido ­­‒salvo algunas interrupciones durante las primeras grabaciones‒ a lo largo de los tres álbumes iniciales: The Red Hot Chili Peppers (1984), Freakey Styley (producido por George Clinton en 1985) y The Uplift Mofo Party Plan (1987). Si bien para entonces los RHCP ya mostraban un carácter que los distinguía del resto de las bandas de rock alternativo, así como una gama de fusión musical importante y una creciente popularidad, sus trabajos tempraneros todavía estaban impregnados de ese espíritu volátil de rebeldía adolescente, el cual se iría afinando considerablemente durante los años subsecuentes. En otras palabras, el virtuosismo ya estaba ahí, incubándose pacientemente, preparándose a sí mismo para surgir y desplegarse de manera única e incontestable. Con el apoyo del Rey Midas de la industria musical durante la década de los ochenta, MTV, el cuarteto de Los Ángeles se haría cada vez más presente en el espectro musical estadounidense y europeo.
La muerte de Slovac dejó un vacío sustancial en la banda. Su estilo basado en la improvisación, así como su técnica circular en el rasgueo de cuerdas ‒por momentos desquiciante‒ tan característico en los mejores despliegues funkis de la banda, parecía irremplazable. Al trágico incidente se sumó la salida voluntaria de Jack Irons, quien no pudo soportar la idea de pertenecer a un proyecto que de alguna manera había acelerado la muerte de un amigo. Irons se uniría más tarde a Pearl Jam, formando parte de la banda de Seattle durante un par de años.
Con la batería y la guitarra condenadas a la orfandad, la incertidumbre se cernió sobre el futuro de la banda. No obstante, Kiedis y Flea decidieron continuar, integrando al guitarrista DeWayne McNight y al baterista de la indómita banda sanfranciscana de punk Dead Kennedys, D.H. Peligro. Aunque el paso de estos dos por los RHCP no fue duradero. Después de unos cuantos meses y ante la inminencia de la entrada al estudio para construir el nuevo material, Lindy Goetz ‒manager, en aquel entonces‒ decide despedirlos.
En los escenarios desde 1984 y con diez discos de larga duración en su haber, los RHCP no han hecho sino hacerse mejores. La obsesión por la música que llevó a dos adolescentes llamados Michael Balzary, mejor conocido como Flea (pulga, en inglés), y Anthony Kiedis a emprender el proyecto parece intacta hasta nuestros días.
Kiedis y Flea optan por llamar al guitarrista de reciente ingreso al sexteto (con tres guitarras) de post-punk Thelonious Monster, John Frusciante. El guitarrista también estaba en pláticas e incluso había audicionado para unirse al grupo de Frank Zappa, sin embargo, ante la disyuntiva, no dudó en elegir a los Red Hot Chili Peppers, donde ‒a diferencia de lo que ocurriría en el entorno de un Zappa públicamente hostil al uso de drogas‒ podría consumir lo que quisiese a su antojo. Frusciante era ‒además de amigo‒ un ferviente admirador de la técnica de Slovac. En los primeras apariciones de Frusciante en los Peppers es posible escuchar con claridad la influencia del fallecido Slovac.
Finalmente, después de audicionar a varios bateristas, los Peppers decidieron reclutar a un músico y, ocasionalmente, actor, de 1.90 de estatura llamado Chad Smith. Con esta alineación la banda edita, en 1989, el álbum Mother’s Milk. Los cambios en el personal implican un cambio elemental en la música. Aunque aún está por llegar el momento más álgido en cuanto a conjunción y madurez musical por parte de los californianos, en Mother’s Milk es posible apreciar ya a unos Peppers que si bien conservan esa mezcolanza de funk y punk tan particular, por momentos también se les escucha mucho más rápidos y pesados en sus ejecuciones. Aun así, el plato deja entrever todavía cierta inmadurez: las composiciones no llegan todavía al nivel melódico que alcanzarán ‒cada vez con mayor precisión‒ en sus trabajos subsecuentes. Mother’s Milk es, pues, un indicio evidente del potencial creativo: con momentos de brillantez funky, como en la versión de “Higher Ground” ‒original de Stevie Wonder‒ o con momentos de embate metalero como en “Nobody Weird Like Me”. No obstante, minutos después de haber iniciado el vuelo el álbum cae en la monotonía insípida de “Knock Me Down”, ejemplo nada preclaro de los altibajos creativos por los que aún transcurre el cuarteto angelino.
Para 1990 la banda cambia de compañía. Después de firmar con Warner Bros., el productor Rick Rubin es contratado para el siguiente trabajo discográfico. Para entonces, Rubin es ya famoso en el terreno de la industria musical, principalmente por su labor con artistas como Beastie Boys y Run-D.M.C., al lado de los cuales comenzó la batalla que finalmente terminaría posicionando al hip hop en las altas esferas comerciales estadounidenses.
En el intento por alejarse de los distractores angelinos en general y hollywoodenses en particular, los músicos y su productor deciden recluirse en una casona antigua ‒ubicada en una zona de cañones en el sureste de Los Ángeles‒ que habría pertenecido al celebérrimo escapista húngaro Erik Weisz, mucho mejor conocido como Harry Houdini.
La grabación se dio durante el primer semestre de 1991 y duró aproximadamente un mes y medio. De igual forma, la cámara de Gabin Bowden registró algunos de los momentos más importantes, para conformar el documental Funky Monks, el cual sería lanzado a la venta poco después de la premiere del nuevo álbum titulado Blood Sugar Sex Magik.
Con 17 tracks y una duración total que roza los 75 minutos, Blood Sugar… constituiría el salto definitivo de los RHCP a la palestra de lo trascendente. El flirteo con la perfección de este material es constante y es contundente. La eclosión creativa permite que una variedad de géneros ‒a priori divergentes‒ como el soul, el funk, el hip hop y el punk no sólo convivan sino que se ensanchen sin contratiempos.
En piezas como la abridora “The Power of Equality”, “Funky Monks” o ‒la letrísticamente seudoperversa‒ “Suck My Kiss”, el bajo de Flea corre libre y preciso. Haciendo uso del consabido recurso digital percutivo llamado slap, el bajista parece lanzar un desafío ininterrumpido al protagonismo al que las guitarras suelen estar previamente adscritas en los más conservadores territorios del rock.
Los desplantes vocales de Anthony Kiedis también están en su apogeo. Es verdad que sus letras se pueden poner tan ridículas como esto: “Bob Marley poet and a prophet / Bob Marley taught me how to off it / Bob Marley walkin’ like he talk it / Goodness me can’t you see I’m gonna cough it”, lo cual no obsta para que su despliegue energético se esparza llenando las zigzagueantes melodías que proponen sus acompañantes. Se hace evidente la libertad que Rubin ha transmitido a Kiedis para sacar las mejores cualidades del payaso que lleva adentro. Unas veces gangoso irritante, otras rapero demencial, lo cierto es que Kiedis tiene una dicción privilegiada y un manejo notable de su voz, características con las cuales suple las carencias de su tesitura.
El guitarrista también estaba en pláticas e incluso había audicionado para unirse al grupo de Frank Zappa, sin embargo, ante la disyuntiva, no dudó en elegir a los Red Hot Chili Peppers, donde ‒a diferencia de lo que ocurriría en el entorno de un Zappa públicamente hostil al uso de drogas‒ podría consumir lo que quisiese a su antojo. Frusciante era ‒además de amigo‒ un ferviente admirador de la técnica de Slovac.
El impacto comercial de Blood Sugar… fue estratosférico. Canciones como “Give it Away”(quizá la más floja de todo el disco), la melodiosa y confesional “Under the Bridge” ‒Kiedis rememora sus días de adicción‒ o la funk-acústica “Breaking the Girl”, dieron la vuelta al mundo en decenas de festivales y presentaciones en televisión. Fue durante ese recorrido, justo después de tocar en Tokio, cuando John Frusciante decide abandonar la agrupación. Para Frusciante la idea de ser tan populares terminó por abrumarlo. Curiosamente, sería esa misma gira donde el guitarrista se haría adicto a la heroína, lastre que cargaría durante los siguientes cinco años, y sobre lo que su amigo más íntimo, Flea, habría confesado haber estado seguro de que Frusciante moriría. Durante este periodo Frusciante viviría prácticamente aislado en su casa de Venice. En algún momento de 1994 su amigo, el actor Johnny Depp, junto con Gibby Hanes, vocalista del grupo tejano de rock Butthole Surfers, harían una visita a Frusciante y con cámara en mano filmarían un documental para retratar la inmundicia y el caos en el que su amigo sobrevivía. La casa quedaría reducida a escombros tiempo después debido a un incendio que se llevó consigo, entre otras cosas, una valiosa colección de guitarras antiguas. Frusciante logró escapar y salvar su vida, pero ingresó al hospital con varias quemaduras, las cuales tiempo después iría cubriendo ‒junto con las cicatrices causadas por los jeringazos de heroína‒ con enormes tatuajes multicolores.
Frusciante ha hablado positivamente de su adicción en distintas ocasiones, incluso durante el tiempo que estuvo visiblemente afectado por ella. No sería hasta 1997 cuando el propio músico neoyorquino decidiría alejarse de este particular tipo de droga, conservando sólo su adicción al crack y al alcohol, hábitos que también lograría superar al año siguiente, luego del ingreso voluntario a una clínica de rehabilitación.
Mientras todo esto le sucedía a John Frusciante, los RHCP se preparaban para lanzar su sexto trabajo de larga duración. Con el flamante guitarrista de la también banda californiana Jane’s Addiction, Dave Navarro, los renovados músicos prometían algo realmente diferente. Y así fue. El resultado llevó por nombre One Hot Minute.
Este material está afectado principalmente por dos factores: la recaída de Kiedis en el abuso de drogas duras después de cinco años de abstinencia y la ya mencionada inclusión de Navarro, quien trajo consigo un sonido muy distinto al de Frusciante, audiblemente alejado de la influencia funk y mucho más cercano al sonido clásico de Hendrix o Jimmy Page. Lo que en primera instancia hubiese parecido un par de obstáculos insorteables para los Peppers, se convertiría en una fórmula fresca y consistente. Un Kiedis adicto y oscuro transpiraba sentimientos de culpabilidad y melancolía hacia sus amigos a través sus letras: “My friends are so distressed / And standing on the brink of emptiness / No words I know of to express / This emptiness”.
Por otro lado, Navarro añadiría un sonido mucho más rápido, con armonías más propias del heavy metal que del funk rock al que los Peppers habían procurado ser fieles. Ambos factores devienen igualmente en una participación aún más activa del resto de los integrantes. Aunque por momentos el bajo de Flea es más discreto que en sus anteriores trabajos, sus intervenciones siguen siendo claves y constituyen, junto con la voz de Kiedis, el sello de identidad definitivo de la banda. Flea también participa en la mayoría de los coros e incluso se da el lujo de cobrar un inusitado protagonismo vocal a través del track número 6, “Pea”, una rara avis en la cual el bajista va de una voz delgada al franco falsete, para exponer un discurso pacifista y antihomofóbico. Acompañado solamente de un bajeo no menos trémulo que parsimoniso, el monólogo termina de manera batiente ‒aunque en el mismo tono‒: “Fuck you asshole / You homophobic redneck dick / You’re big and tough and macho / You can kick my ass / So fucking what?”
One Hot Minute fue, en comparación con el rotundo éxito de Blood Sugar Sex Magik, un tropiezo comercial para los Peppers. Sin embargo, como muy frecuentemente sucede, esto no es, ni por asomo, reflejo alguno de la calidad contenida en los 62 minutos que conforman este trabajo. Los momentos de pulcritud melódica son abundantes. Desde los fragmentos arabescos de “Falling into Grace”, acompañados en un alejado tercer plano de coros barítonos y la magistral intermitencia de los acordes que Navarro produce con suavidad; hasta el coqueteo funky-jazzístico de “Walkabout”, cuyo recorrido es sutilmente interrumpido por el guagua de seis cuerdas en baja distorsión, sólo para más tarde volver a la cadenciosa melodía que se expande y nunca se ahoga en su lentitud. O qué decir de “One Big Mob”‒acaso el mejor momento del disco‒ donde el ritmo semilento ambientado por aullidos lejanísimos, por las prolongación tonal del bajo, así como por la voz en dos planos de Kiedis, de pronto y sin aparente temor al descontrol es allanado por un torbellino sónico: ahora es el sincopeo rítmico de Chad Smith, aunado al rapeo ladrado por Kiedis mientras guitarra y bajo realizan fugazmente una especie de tributo a la mejor época de Led Zeppelin.
Luego también están las cursis y radio-friendly “Aeroplane” y “My Friends”, ambas muy bonitas en su exterior, nada más.
Como si se tratara de una maldición atribuida a las giras, el final de la correspondiente a One Hot Minute trajo consigo el despido de Dave Navarro quien, a estas alturas, estaba ya enganchado igualmente a la heroína y a la cocaína.
El fantasma de la separación definitiva volvió a tocar a la puerta. Sin embargo, después de algunos meses de nula producción musical, Flea lanzaría su última carta invitando a un rehabilitado y renovado John Frusciante a reincorporarse al proyecto.
En 1998 la agrupación de Blood Sugar Sex Magik volvería a integrarse, comenzando así el proceso de composición de su próximo trabajo discográfico: Californication.

Segunda parte

Al cierre de una excelente descripción del álbumCalifornication, con el que los Peppers darían su particular cerrojazo al siglo XX, el crítico musical deRolling Stone Greg Tate apunta certero: “Not exactly your average white band”. Con ello Tate pone el énfasis en la variedad de texturas musicales de que consta este material. La fusión de géneros en los RHCP de finales de milenio no es sólo un recurso, sino parece surgir de una necesidad primigenia: la evolución creativa. Las cantidades ingentes de heroína y cocaína que Frusciante se suministró durante casi cinco años no sólo no lo mataron, tampoco mermaron su capacidad para proveer a las piezas de cadencias impredecibles y llenar las melodías de disfrutables vericuetos melódicos en los que el bajo de Flea encuentra el terreno ideal para sus malabares.
El sueño funky de los Peppers se ha convertido en una realidad más rica en matices. “Scar Tissue” avanza como la heredera perfecta del ya clásico “Under the Bridge”.La música transcurre sin demasiados cambios, este sencillo crece en sí mismo, es concéntrico y se extiende sólo para volver al punto inicial sin desmerecer en uno solo de los compases.
Por otro lado, el álbum implica igualmente un renacimiento vocal decisivo por parte de Anthony Kiedis. En términos raciales, su voz nunca sonó más negra y, sin embargo, el timbre claro y la ya comentada claridad en la dicción cubren ya por completo su eterna falta de resonancia. Es el mejor Kiedis, su madurez vocal no le ha quitado la calidad de inconfundible, por el contrario, la ha fortalecido.
Los momentos de hip hop en “Get On Top” o “I Like Dirt”encuentran su antítesis directa en los compases lentísimos de, por ejemplo, “Porcelain”, en donde Kiedis recorre con un falsete permanente las notas marcadas por los acordes unas veces largos y otras sólo intermitentes de Frusciante. Chad Smith es quizá el componente más discreto, cosa rara entre los bateristas, quienes se han ganado buena fama de ser personajes exhibicionistas y megalómanos. En contraste, Smith es una suerte de complemento perfecto, que si bien nunca accede de lleno al protagonismo del resto, tampoco deja espacios vacíos. Su destacable capacidad rítmica en tambores y platos puede pasar tranquilamente del repiqueteo jazzístico más clásico al beat heavymetalero pasando por un bailable swing. Como ejemplo de lo anterior está la notable pieza “Emit Remmus”,que sirve también como intermedio en un disco que parece conducir al escucha por un parque de diversiones en el que uno es capaz de tener sensaciones diferentes a pesar de subirse una y otra vez al mismo aparato mecánico.
En esta hipotética segunda mitad del álbum la banda alcanza nuevamente un pico musical en “Purple Stain”, donde se aprecia la síntesis de sonidos que la banda ha presentado a lo largo del trabajo. Kiedis alterna un rapeo de subibaja con los descansos del estribillo en los que experimenta con tesituras más bien graves que simulan el parlamento de una máquina. La melodía tiene una progresión sostenida que luego se deja intervenir por un brillantísimo puenteo en el que el sonido de la guitarra ‒puntillada en una sola cuerda‒ se prolonga en un zumbido constante e incisivo. Un momento clave para apreciar la pericia musical y confirmar la importancia de la obra en su totalidad.
Al cierre de una excelente descripción del álbumCalifornication, con el que los Peppers darían su particular cerrojazo al siglo XX, el crítico musical de Rolling Stone Greg Tate apunta certero: “Not exactly your average white band”.
El octavo trabajo de RHCP lleva por nombre By The Way, y se podría decir que de alguna manera intenta dar continuidad musical a su antecesor,Californication. Sin embargo, éste es el álbum que finalmente marca fehacientemente una diferencia generacional. La naturaleza meditabunda, reflexiva y romántica ‒por momentos francamente cursi‒ tanto de sus letras como de sus melodías, establece, de una vez por todas, una separación entre el público joven, digamos pre-universitario, y el que por lo menos ha seguido a los Peppers desde principios de los noventa. La actitud funk/punk de marometas, codazos, saltos y mohawks de colores; las infamespresentaciones en vivo usando sólo una calceta como taparrabos; las letras que hacen de las palabras pussy bitch un momento no menos predecible que imprescindible; todo lo anterior, comienza a formar parte de una bitácora del recuerdo. Los RHCP han cambiado su estatus, y coser el parche del característico símbolo rojo ‒esa suerte de copo de nieve versión estrella ninja‒ con el nombre de la banda circundándolo, a la chamarra de mezclilla o la mochila de lona, ha adquirido una connotación distinta. En resumen: los Red Hot Chili Peppers ya no son tan picantes, y su salsa escasea cada vez más en las taquerías para crudos. Ahora hay que ir a un restaurante y sentarse a distinguir los nuevos sabores, más sutiles y delicados. Y si bien, como lo muestran los hechos, esto no ha sido repentino, en By The Way sí queda muy claro.
Como en trabajos anteriores, es nuevamente el talento musical de Frusciante el que es importante resaltar en todo momento. Esta vez su capacidad vocal permea cada una de las piezas de una ambientación que desde un inicio se hace necesaria para desafiar la monotonía del álbum. Sus coros se mantienen en un plano subyacente, unas veces conjurándose y otras contrapunteando con la voz de Kiedis. Si se me permite el ejemplo, en términos meramente literarios, los coros de Frusciante constituirían ese discurso que, entre líneas, una narración lleva consigo en su desarrollo, y que ‒para el lector‒ es indispensable asimilar si éste quiere comprender la historia en su complejidad. Así, cada pieza de By The Way arrastra de manera implícita esa especie de manto subterráneo sin el cual la superficie carecería de la solidez necesaria para mantenerse en pie.
Pero el compendio alcanza sus peores momentos hacia la mitad del trayecto. Primero con “Throw Away Your Television”, en la que la impronta del título quizá lo dice todo: un discursillo seudomoralista que aconseja deshacerse del maligno aparato. Con segmentos como “Throw away your television / Time to make this clean decision / Master waits for its collision now / It’s a repeat of a story told / It’s a repeat and it’s getting old, la canción queda, sencillamente, en una farsa idiota. ¿Es, acaso, que el rebelde Kiedis quiere que arrojemos por la ventana el medio por el cual se transmiten ‒a veces hasta el hartazgo‒ sus videos y entrevistas? ¿Qué sería de una banda como RHCP sin el incontenible ímpetu publicitario de canaluchos como MTV o VH1?
El siguiente track, “Cabron”,ya da la impresión de que, en malévolo contubernio, la banda y el productor están obstinados en remarcar que éste es el trabajo más enclenque de los Peppers desde sus ya distantes pininos en la primera mitad de los ochenta.
Aunque los momentos de originalidad no abundan, curiosamente son la abridora y la última, “By The Way” y “Venice Queen”, respectivamente, las que sobresalen del resto. La primera plagada de cambios y volteretas que bien podrían servir como síntesis del recorrido sónico de los RHCP a lo largo de los más de quince años produciendo música. Después de una corta introducción que remite a las mejores baladas de The Beatles la pieza adquiere de súbito un rostro más bien oscuro en donde los riffs de Frusciante lanzan dardos rítmicos graves y pausados. El rapeo de Kiedis no se hace esperar nutriendo la atmósfera de una energía inquietante que ya no desaparecerá hasta el final.
Cuatro años después y tras una kilométrica gira de por medio, los Peppers harían público su noveno álbum de larga duración. Un trabajo colosal de 28 canciones distribuidas en dos discos y extravagantemente titulado Stadium Arcadium. Es decir que, a pesar de haber pasado de gira tres de los cuatro años que separan un trabajo del otro, los cuatro músicos habían sido capaces de conjuntar cerca de tres decenas de canciones.
Con prácticamente ninguna relación con lo descrito sobre “By The Way”, “Venice Queen” cierra el álbum con una acústica melancólica. La canción está dedicada a Gloria Scott, amiga de Kiedis, recientemente fallecida debido al cáncer, y quien ayudara a superar sus crisis de adicción en varias ocasiones. El arpegio introductorio sirve como base para una sentida balada en donde Kiedis nuevamente logra transmitir esa emoción lacónica que normalmente perdura tras una pérdida. El apoyo de Frusciante en los coros es fundamental. La melodía cierra con una postura mucho más optimista que la del inicio: la guitarra acústica se acelera y los planos vocales parecen querer convertir el tributo luctuoso en una celebración.
Cuatro años después y tras una kilométrica gira de por medio, los Peppers harían público su noveno álbum de larga duración. Un trabajo colosal de 28 canciones distribuidas en dos discos y extravagantemente titulado Stadium Arcadium. Es decir que, a pesar de haber pasado de gira tres de los cuatro años que separan un trabajo del otro, los cuatro músicos habían sido capaces de conjuntar cerca de tres decenas de canciones. Algo en primera instancia alucinante si consideramos que incluso existía una buena cantidad de tracks que no habrían pasado el último filtro y que fueron descartados en el proceso.
Stadium Arcadium funciona como una muestra retrospectiva de la banda, lo cual no implica que la obra sea un autorrefrito desechable. Todo lo contrario, el material es vastamente original y su nivel decae muy esporádicamente durante los más de 120 minutos que suman ambas placas. Stadium Arcadium, conformado por un disco azul, subtituladoJupiter, y uno rojo de nombre Mars, da la impresión de ser un best of…¡de canciones inéditas!
Asimismo, los Peppers parecen querer homenajear a sus paradigmas musicales clave. En este sentido, “Make You Feel Better”lanza un explícito guiño melódico al pop sesentero de The Beatles, mientras que en “If” la referencia vocal conduce directamente a la cadencia bucólica de la mejor época de Simon & Garfunkel. “21st Century” es una confirmación de que Flea no ha quedado enclavado en la discreción sonora del anodino “By The Way”. No, aquí el bajista se apoya en los mejores momentos del post-punk ochentero más bailable al tiempo que funge como la punta de lanza que abre el camino al avanze de Frusciante, quien con su consabida destreza en las seis cuerdas pone la cereza al pastel del eminente tributo dirigido a una de las mayores influencias de las primeras versiones de los Peppers: James Newell Osterberg, Jr., o, como propios y extraños suelen llamarle: Iggy Pop.
En suma, el cuarteto estadounidense ha concebido un pastiche en el mejor de los términos, honesto e intimista, con obvias alusiones ochenteras a Eric Clapton y a los Rolling Stones del Tattoo You, a David Bowie y Nirvana (escúchese la inaugural “Dani California”, en la que se aprecia una fina fusión del Bowie de “Let’s Dance” y el Nirvana menos agresivo de Nevermind) y Jimmi Hendrix (no sólo una de las mayores influencias de Frusciante, sino también la máxima referencia vocal de Kiedis).

Tercera parte

El 30 de agosto de 2011 fue lanzado a la venta el más reciente material discográfico de los Red Hot Chili Peppers. En la portada una mosca posa sus frágiles patas sobre una píldora mitad magenta mitad blanca que reza: I’m With You. El diseño es del celebérrimo y millonario chamán del arte contemporáneo Damien Hirst, y si bien éste no engorda de lleno las expectativas, al menos las inquieta. Pero lo primero a tomar en cuenta ‒y quizá también lo más importante‒ de este material es que a Frusciante no se le extraña. Los nada infrecuentes momentos de lucidez melódica a lo largo de este trabajo no dan descanso para que el incauto escucha se pregunte no falto de ingenuidad: ¿qué hubiera sido de este disco con Frusciante? Si bien se podría decir que éste es, precisamente, un álbum que al susodicho guitarrista le hubiese gustado hacer con los Peppers, también es cierto que su sustituto, Josh Klinghoffer, de treinta y un años de edad, nos hace olvidarlo casi por completo.
No en vano la longeva tercia restante ha decidido darle una honorable bienvenida a Klinghoffer titulando el disco I’m With You. Una frase que se antoja recíproca y algo por lo cual Jason Newsted podría sentir una envidia corrosiva tras aquel ignominioso recibimiento por parte de los niños malcriados de Metallica, Hetfield y Ulrich, allá por 1987.
Tras la grata constatación de que los RHCP no era sólo John Frusciante el disco se disfruta mucho mejor. Kiedis sigue al máximo nivel y sus demostraciones vocales son de verdadera gimnasia olímpica, lo cual no es casualidad ni un ejercicio narcisista, sino se debe en gran medida a la exigencia connatural de las canciones. “Brendan’s Death Song”, segundo track del disco, constituye un buen ejemplo de lo anterior. Inteligentemente, la producción, de nuevo a cargo de Rick Rubin, ha decidido aventurar la voz de Kiedis a un primer plano en el que lo opaco de sus tonos en ningún momento actúa en detrimento de la melodía, sino la inunda de una sensibilidad pocas veces alcanzada por el grupo en el pasado más reciente. Sin duda, un himno del rock pop contemporáneo, al cual los batacazos certeros a los platos de Chad Smith dotan de un cariz épico, al tiempo que sirven de homenaje al recientemente fallecido Brendan Mullen, músico, amigo y biógrafo de la banda, además de promotor de la escena musical underground en el ambiente de clubes angelino.
Las habilidades composicionales de Flea se han afinado durante los casi cinco años de receso. El bajista comenzó a atender clases de teoría musical en la Universidad del Sur de California, asunto que cobra relevancia al escuchar piezas como “Did I Let You Know”, donde la evolución armónica se hace presente en la construcción de la melodía: un interludio percutivo de latin jazz, liderado por la trompeta de Flea, va ablandando el terreno para el inesperado acompañamiento coral femenino. La guitarra de Klinghoffer cierra la pieza con un sutil detalle de notas redondas tipo surf que se alargan hasta el silencio.
Las sorpresas siguen en esta potente segunda parte del disco. El siguiente track, “Happiness Loves Company”, es una pieza mid-tempoque, apoyada en la permanente presencia del piano, remite de manera ineludible al pop más exquisito de Elton John. Kiedis, en sus letras ‒rebozadas con esa tradicional incoherencia‒ se da el lujo de mencionar algunos dioses: “The Mothers of Invention are the best / We all know and struggle with some loneliness / A tender mess for everyone I guess / I guess”. ¡¿Y qué más da?! Esto es pop posmoderno y ‒calidad aparte‒ ¡todo se vale!
Por si fuera poco, y para reafirmar lo anterior, “Even You, Brutus?” confirma la afortunada propensión intertextual: con una airosa entrada a la Kanye West, Kiedis lanza un alocado discurso metafísico sobre el destino y la fe, al tiempo que el piano puntea lo que parecen los pasos de un personaje de caricatura. Un episodio que se aleja de toda seriedad apostando por el disfrute común y corriente… y lo logra.
Por si fuera poco, y para reafirmar lo anterior, “Even You, Brutus?” confirma la afortunada propensión intertextual: con una airosa entrada a la Kanye West, Kiedis lanza un alocado discurso metafísico sobre el destino y la fe, al tiempo que el piano puntea lo que parecen los pasos de un personaje de caricatura. Un episodio que se aleja de toda seriedad apostando por el disfrute común y corriente… y lo logra.
I’m With You no está exento de frivolidades. El primer sencillo, “The Adventures of Rain Dance Maggie”,es de las canciones más vulnerables de los Peppers en años. Un estribillo rancio y meloso se hace acompañar de los coros más ramplones, al tiempo que la tímida guitarra se suicida con un par de arpegios sureños. Incluso la línea del bajo de Flea carece de imaginación y cae en el vértigo repetitivo que mantiene secuestrada la pieza durante sus casi cinco minutos de duración. En la batería, un Chad Smith (¿o será Will Ferrell?) contagiado de monotonía marca el paso con el beat más ramplón y convencional.
Con la suma de las partes de este novísimo trabajo discográfico la banda ha vuelto a ocupar ese sitio en la esfera del mainstreammusicalcontemporáneoreafirmando en voz alta su condición de inigualables. En su estilo camaleónico ‒y, por extensión, inasible‒ sencillamente no hay ninguna banda que siquiera se les aproxime.

Última parte

La música de los RHCP ‒álbum tras álbum, cambio tras cambio‒ se ha vuelto impredecible. El procedimiento es insistente, pero lo cierto es que nunca han dejado de sorprender con sus arreglos, sus melodías, sus nuevas formas de transferir experiencias y anécdotas desde el plano personal hasta el público a través de la composición instrumental y letrística.
Por otro lado ‒después de diez álbumes de larga duración y casi treinta años en el negocio‒, es razonablemente plausible afirmar que, si hay algo predecible en esta banda, esto no es solamente su exhibicionismo nudista en los escenarios, sino también y sobre todo su calidad. En consecuencia, los que valoran esta calidad frecuentemente esperan lo que viene con entusiasmo. Las industrias de la cultura pop a veces logran transmitir el mensaje inmerso en su objetivo ideal: no siempre la predictibilidad de un producto artístico es mala. En el caso concreto de un fenómeno como los Red Hot Chili Peppers los melómanos siempre han salido ganando. 
Artículo publicado en el mes de agosto en Revista Replicante®

16.6.11

El nuevo discurso del Rey

Hoy es 6 de junio de 2011, uno de los discos más esperados del metal extremo —y también más anunciado— saldrá mañana a la venta. Yo ya lo he escuchado unas quince veces de arriba abajo. ¿Qué va a pasar con Morbid Angel? Tengo una vaga idea, no obstante, fundamentada: los van a destrozar. Serán la comidilla de la crítica. Los “expertos” intentarán hundirlos en ese mismo infierno que tanto han idolatrado los de Morbid Angel durante los últimos 25 años. Porque, como ya se sabe, la crítica es también una relación de poder.


I think all the REAL fans of this band understand that already. We don’t check into the scene to see what the scene people accept or don’t accept.
—Trey Azagthoth, Decibel Magazine, junio de 2011



Al momento de escribir estas líneas todavía no he leído ninguna reseña proveniente de una publicación especializada. Pero el destape vendrá en los siguientes días. Después de todo, estamos hablando de la banda de death metal más importante que jamás haya existido. Trabajos como Altars of Madness de 1989, Blessed Are the Sick de 1991 y Covenant de 1993 respaldan a cabalidad mi sentencia. Y el que no esté de acuerdo que arroje el primer esputo. Luego hay también baches en el camino, como Domination de 1995 o el que hasta hoy era el más reciente trabajo de larga duración, Heretic, de 2003. En términos generales, prácticamente todo se les había perdonado a los de Morbid Angel, pero esta vez casi puedo asegurar que el flamante Ilud Divinum Insanus será descuartizado. Así lo impone la vieja costumbre metalera cuando algo se sale de la norma. Paradójicamente, los greñudos desmadrosos de jeans, chamarras negras y playeras al final resultan ser los más reaccionarios musicalmente hablando. Lo sé bien, yo fui (¿o soy?) uno de ellos.

Wikipedia, ese fino oráculo de la posmodernidad, ya nos ha obsequiado una pista concreta, pues en la entrada referente a este nuevo material de los músicos de Florida la categoría “Género” nos informa: Experimental Metal. ¿Qué significa esto? En primera instancia, que MA ha creado un álbum totalmente original. Teniendo la opción de retomar las recetas que los llevaron hasta lo más alto hace un par de décadas, los de MA han decidido reinventarse. Y no es que les estemos especialmente agradecidos sólo por haber evitado fusilarse a sí mismos —tal como lo han hecho infinidad de bandas con mucho menos autoridad musical que MA—, pero el paso dado en Ilud…, hay que reconocerlo, es, por lo menos, valiente.

Los calificativos caerán como guillotinas sobre piezas como “Too Extreme!” o “Radikult”. La primera con un toque industrial tipo Front Line Assembly —guardando la debida distancia—, y la segunda un compendio con pasajes en los que la referencia al tecno-metal de Marilyn Manson es ineludible. Los fans más conservadores no perdonarán esto en los años por venir. Ciertamente, los casi catorce minutos que consumen este par de canciones, por separado, están plagados de momentos adolescentes que uno no esperaría de los Masters de Masters del death metal. Las letras por momentos se ponen tan irrisorias como esto: “Tu corazón latiendo y sientes el dolor, deseo la locura, tú gritas: ¡Extreme!”; así, en un torpe español. Para después continuar: “Welcome to the new religion… We are the new religion, no religion”. Al parecer, el viejo ángel del morbo ha sentado cabeza, dejando atrás la gastada retórica satánica para dar vida a un nuevo ente nihilista. De cualquier forma, la atmósfera no deja de ser oscura y malévola. El beat es demoledor, aunque uno no puede dejar de imaginarse qué hubiera pasado si Pete “Commando” Sandoval no hubiera sufrido esa lesión que lo apartó de la grabación del álbum. Pero este texto no es de lo que hubiera, sino de lo que es.

Morbid Angel se ha globalizado. Su apuesta no es sólo por el mercado geográficamente dividido, también lo es por nichos genéricos antes vedados para Trey Azagthoth y compañía. A los momentos de verdadero death metal —cosa que aún nadie hace como MA— se le suman episodios energéticos de punk, thrash, nu-metal y los ya mencionados industriales. El track número 5, chabacanamente titulado “I am Morbid”, por momentos suena a aquella canción de los Arrows “I Love Rock’n’Roll” —sí, la misma que en los noventa Joan Jett cantara hasta el cansancio—, pero en versión metalcore. Ritmos repetitivos, coros épicos de convocatoria tipo estadio. La consabida fórmula del rock pop de estribillo, pero con guitarras gravemente afinadas y la bestial voz de David Vincent. Si hicieramos una analogía entre MA y un candidato político hablaríamos de un candidato populista, empero, con la propuesta más inteligente y atractiva.

Resulta inquietante que después de veinte años de ser una influencia definitoria de cientos de bandas los de MA decidan, de súbito, pisar los terrenos de la imitación. Pasaron de ser la influencia a ser los influenciados, de ventrílocuos a títeres. Es innegable que lo hacen bien, pero también hay que decirlo, arriesgan demasiado.
 
“Destructos vs. the Earth / Atack”, el track 7, tiene un compás batiente y sonsonetero —por momentos a la Ministry—, acompañado de vocales limpias robotizadas que Vincent alterna con gruñidos. La letra pretende ser un discurso misantrópico donde unos alienígenas llamados Destructos hacen un repaso de las idioteces que los humanos hemos hecho en la Tierra durante diez mil años. Somos un experimento extraterrestre fracasado y ahora debemos ser exterminados. Poco a poco, la amenaza se va ahogando en el ridículo, hasta alcanzar simas como ésta: “You are not the first ones that we’ve destroy”. White (Rob) Zombie reloaded, camaradas.

La voz de Vincent suena más franca que nunca, su dicción es inmejorable. Nos obsequia el privilegio de entender las letras, algo que se da poco en el death metal, aun en los casos en los que existe la intención de que así sea. El desgarre laríngeo está plagado de matices que por momentos se entremezclan con coros catedralicios y cadencias semilentas. En piezas como “Beauty Meets Beast” una atmósfera de calma amenazante se prolonga sutilmente sin sofocarse en su propia densidad.

Los episodios más violentos se asoman en piezas como “Nevermore”, “Existo Vulgore”, “10 More Dead”y la que quizá es la mejor de todo el trabajo —irónicamente, compuesta por el nuevo guitarrista, el ex Zyklon, Destructhor— “Blades for Baal”. En estas demostraciones los de MA logran engancharse con aquel sonido capaz de combinar estéticamente un estruendo aplastante con instantes de maléfica parsimonia, ambos rasgos tan característicos en varios de los ya mencionados icónicos trabajos anteriores. Las secciones de mayor lucidez en Ilud… gozan también de un sonido fresco y actualizado: grescas de guitarras que, mediante un trémolo incesante, serpentean y conviven en desenfrenado contrapunteo; tarola y bombos martilleando ferozmente. Todo esto, aunado a lo que quizá sea el punto más fuerte de este nuevo trabajo: los solos de Azagthoth, que nunca sonaron más endiablados.

En Replicante, hasta la fecha, no damos estrellitas para calificar trabajos musicales. Lo que me deja la experiencia de escuchar y pensar el Ilud Divinum Insanus es que Morbid Angel es una banda madura, capaz de desafiar el purismo metalero más enquistado con esa seguridad que sólo los años y el endemoniado currículum puede brindarles. Estoy cierto en que todavía hablo de la mejor banda de death metal que este planeta ha visto pasar. 


Publicado en Revista Replicante 

14.5.11

A 25 años de Master of Puppets

El otoño en Dinamarca es la estación más desangelada del año. Recién acabada la euforia de un verano que a regañadientes da dos o tres semanas arriba de 25 grados, a los habitantes de este país conformado por más de 400 islas no nos queda más que prepararnos psicológicamente para un larguísimo invierno. No puedo estar seguro, pero tampoco me atrevo a dudarlo, que el otoño de 1985 no hizo diferencia climática alguna. Sin embargo, en Copenhague sí sucedió algo extraordinario en aquel último tercio del año. Entre el 1 de septiembre y el 27 de diciembre el recinto de Sweet Silence Studios, ubicado al sur de la capital danesa, sirvió de laboratorio para dar vida a un complejo prodigio llamado: Master of Puppets.

Por aquel entonces, James Hetfield, Kirk Hammett, Cliff Burton y Lars Ulrich a penas rebasaban los veinte años. La primera vez que escuché el Master of Puppets estaría a la mitad de mi trayecto adolescente. Quién se hubiera imaginado que, tan solo unos años después, vería la cara de una Metallica que comenzaba a envejecer y que parecía estar obstinada en la edificación de su propia tumba: pataleando en algún lugar en medio de los desacertados mellizos que fueron Load y Reload, y el descalabro (con una orquesta) que fue S&M. Pero todas estas recientes decepciones no me afectaron ni a mí ni al número incontable de greñudos imberbes que nacimos con retraso de un lustro. Master of Puppets nos marcó.

Master of Puppets representaba un salto virtuoso que daba continuidad a la transformación que había comenzado en 1984 con el Ride the Lightning. Atrás, pues, había quedado esa actitud irrefrenable reflejada en el desenfado adolescente del que están impregnadas las melodías del Kill ‘Em All. Para entonces, a pesar de la poca distancia en el tiempo, a esta ópera prima de los músicos de San Francisco se le miraba ya como se mira un terreno distante. Si bien los de Metallica mantenían el ímpetu de los días de Metal up your ass (Demo, 1982), su música había tomado definitivamente un curso distinto, mucho más sofisticado. El rasgueo y la rítmica se mantenían dentro de los velocísimos estándares del Thrash, sin embargo, Ride the Lightning  había impulsado a la banda en una nueva dirección: estructuras épicas, expansión en el plano instrumental (inclusión de guitarras acústicas) y un entorno lírico más vasto, ensayando temas que iban desde la pena capital hasta las plagas de Egipto. Master of Puppets continuó con el mismo tenor, ofreciendo ocho complejos tracks que trataban asuntos como la psicosis, la guerra y las adicciones.

Es precisamente el tema de la adicción a las drogas el que conforma el núcleo de la mejor pieza que da título al mejor álbum de la historia de Metallica. Desde el staccato sinfónico de la introducción hasta la amenazante risotada (sí, un poco forzada) del desenlace, “Master of Puppets” compite por uno de los grandes momentos del Heavy Metal. Es una de las piezas más rápidas de la banda, y también una de las más extensas. A lo largo de los colosales 8 minutos y 38 segundos, la melodía serpentea entre tantos riffs, interludios y solos que el momento es por sí solo suficiente para catalogar todo el álbum como un clásico.
  
 

Pero “Master of Puppets” no es un bote perdido en el océano. Le acompañan otras piezas maestras, como la batiente abridora “Battery” y “Welcome Home (Sanitarium)”, un trayecto que va de la sobriedad melancólica hasta la inopinada aceleración del delirió thrashmetalero.

Por la manera como sucedió, 1986 se convirtió en una cicatriz imborrable para Metallica. Seis meses después de la publicación de Master of Puppets el autobús de la banda se estrelló, provocando súbitamente la muerte del bajista Cliff Burton. Con canciones como "Anesthesia (Pulling Teeth)" y la célebre introducción de “For Whom the Bell Tolls”, Burton se había ya ganado un lugar legendario en lo que a bajistas se refiere. En Master of Puppets, su ejecución fue aún más a fondo, algo que se hace evidente, por ejemplo, en el inquietante prólogo de la devastadora joya thrasher “Damage, Inc.”, o la instrumental “Orion”, cuyo terreno está dominado por el omnipotente sonido del bajo. En todo el disco, los sonidos graves fueron mezclados a un volumen muy alto. Al escucharlo, al día de hoy, es imposible desestimar la aportación esencial que Burton hizo a Metallica durante sus épocas de culmen.

El productor de Master of Puppets, el danés Flemming Rasmussen, hizo asismismo el trabajo del álbum subsecuente en 1988: …And Justice for All. Para entonces, después de un casting exhaustivo, el ex Flotsam and Jetsam, Jason Newsted, ya había sido reclutado por dos de los egos más grandes en la escena metalera: Hetfield y Ulrich. En la mezcla final de…And Justice for All, el bajo de Newsted tiene un volumen tan bajo que resulta casi insultante. Los rumores de una remasterización de este material han sido aplastados por Ulrich, sin embargo, curiosamente, gracias a la hipercomercialización de Metallica en la industria plástica del rock, a través de productos como Guitar Hero, muchas de las líneas melódicas de Jason Newsted han sido ripeadas y subidas a YouTube. Todo esto, como un intento justiciero de los fans por reivindicar el sonido del bajo de Newsted.
 
Después de …And Justice for All, llegó el que ha sido llamado Black Album. En este material el sonido de la banda dijo adiós al Thrash, dándole simultáneamente la bienvenida al Hard-Rock-llena-estadios del productor Bob Rock. A partir de ahí se vino un periodo de firme y continua decadencia, culminando en ese accidente, a la vez feo, pero inexplicablemente atrayente, St. Anger (platillo que se disfruta más si se adereza con el certificado de defunción de la banda: el documental Some Kind of Monster).

No obstante, algo parece haber resucitado a la vieja bestia. Será, quizá, la presencia a la vez brutal y juvenil de Robert Trujillo. Será, acaso, la mano milagrosa del Rey Midas de la producción musical, Rick Rubin. Tanto es así, que en 2008, Metallica soprendió con un álbum que intenta revivir el lejano espíritu de lo épico, lo pesado y lo veloz: Death Magnetic.

1986 fue un año excepcionalmente bueno para el Thrash Metal. Al Master of Puppets de Metallica se sumaron alhajas como el Reign in Blood de Slayer y Peace Sells… But Who’s Buying? de Megadeth. Desde el 2010, estas tres bandas junto con Anthrax han compartido escenarios como parte de la gira “Big Four”. Después de años de sostenida animadversión entre ambos bandos, es bueno ver que, el líder de Megadeth, Dave Mustaine (relegado de Metallica antes, incluso, de grabar su primer álbum), es ya capaz de convivir con sus ex camaradas.
 
Todavía desencaja la quijada el recuerdo de aquella escena del documental Some Kind of Monster, en la cual, durante una infame sesión de “terapia de grupo” en compañía de Lars Ulrich, Mustaine afirmó que el rompimiento con Metallica había arruinado los últimos veinte años de su vida: "¿Que si soy feliz siendo el número dos? No."

En julio de este año, Megadeth lanzará una versión especial de Peace Sells…, para conmemorar su 25 aniversario. Y ¿quién estará colaborando en el anecdotario del booklet? Ni más ni menos que Lars Ulrich.

La respuesta a si en algún momento veremos a Mustaine alabando los momentos de gloria de sus ex compañeros, seguirá, por el momento, siendo un misterio.


Artículo publicado en Revista Replicante