6.12.10

Diablo Swing Orchestra - Sing Along Songs For The Damned & Delirious (2009)

El término posmodernidad es quizá uno de los más manoseados en los últimos 20 años. Frecuentemente se utiliza, no sin cierta ingenuidad, para definir lo indefinible, para delimitar lo que en principio parece ir más allá de lo confinable, de lo genérico, de lo categórico. Su utilización no en pocas ocasiones representa un acto desesperado para asir conceptualmente lo que, por falta de argumentos, resulta inasible. Pues bien, aquí no voy a descubrir el hilo negro ni mucho menos, pero me interesa ─por el bien de esta reseña─ otorgar algunos puntos clave para entender, aunque sea someramente, lo posmoderno.

La creación artística posmoderna, generalmente, fusiona o reúne elementos de géneros, disciplinas o campos distintos, integrándolos en uno mismo. A esto se le conoce como pastiche. No es raro encontrar cierta actitud irreverente a través de la cual se da un tratamiento irónico de los componentes retomados. Es decir, que el nuevo elemento, el collage creativo, rinde una especie de homenaje a lo que integra, no obstante, dicho tributo puede tener fines paródicos y/o satíricos.

Es común que estos pastiches estén conformados por elementos artísticos de épocas y corrientes anteriores; ejem. el Arte Pop, el Romanticismo, el Barroco, el Helénico, etcétera.

El fenómeno posmoderno es aún más complejo y varía de acuerdo a las visiones y perspectivas de los teóricos que sobre éste escriben. Sin embargo, las pistas anteriores son las básicas y funcionan lo suficiente para entender mejor la música que los músicos suecos de Diablo Swing Orchestra han desplegado en sus dos producciones discográficas. Una de ellas, la segunda, Sing Along Songs For The Damned & Delirious es la que me interesa particularmente en este texto.

El disco abre con una pieza que con poderoso embate swing rinde un implícito tributo al nombre de la banda. Guitarras endiabladas en primer plano, mientras la distorsión tapiza el fondo con un zumbido incesante. Ya he hablado en este mismo espacio de mi gusto por ver la música como una narración, pues bien, en A Tap’s Dancers Dilema hay un caos que, no obstante, tiende al orden narrativo. Hay acción gangsteril, y en la medida en que ésta avanza, el que escucha se deleita en el perverso placer de constatar que esta vez no serán los buenos los que se impongan. El vodevil continúa con el intermezzo melódico donde un efecto de banjo serpenteante traza un repentino vaivén. Estamos ahora en el umbral que conduce hasta los últimos dos minutos, ahí donde el embate rítmico ─que incluye saxofón, guitarras y cello, además de los mandatos militares de Daniel Håkansson que alternan con las virtudes sopranas de Annlouice Loegdlund─ se vuelve nuevamente inenarrable.

Para el segundo track los de DSO no se guardan nada. Nuevamente el despliegue de recursos es avasallante. Un piano más bien melancólico abre la obra, el telón se corre y da entrada a un riff que, por su acento sólido, seguro y repetitivo, cubre la atmósfera nuevamente de tintes marciales. Luego de cuatro compases ─par de redobles incluidos─ una trompeta estilo mariachi tex-mex irrumpe el escenario. Segundos después, el diálogo no menos barroco que fársico entre la mujer: […] Now put a side what's been and all we've seen / Let go of all that's dear to me; y luego el hombre: How would I know, the words you never spoke / How could I know, or see without it […]

Como se puede observar, no sólo la música se esmera en la descontextualización, también las letras aportan lo suyo. Se trata de versos con intenciones operísticas que, con lenguaje culto, hacen manifiesta su aspiración a la poesía.

La escena musical la interrumpe el sonido del cello, cuyo grave y rápido puntilleo deja entrever un final catártico cuando no trágico. Los pronósticos se cumplen en el último minuto y medio: las voces se entrelazan y compiten ya en tesituras mucho más elevadas al tiempo que tarolas, bombos y platos desenfrenan la artillería pesada. Finalmente, el sonido del violín en solitario lo va apagando todo. Silencio.

La tercera pieza, Lucy Fears The Morning Star, sorprende con un juego entre trompetas y violines, tambores y gongs. La reminiscencia a aquellos himnos medievales entonados previos a la batalla es ineludible. Después, en efecto, la convocatoria cobra sentido cuando el sonido machacante de la guitarra hace su aparición. Súbitamente la melodía da un giro y adquiere un tono perverso. La voz atiplada de Loegdlund marca con premeditada exageración los sonidos consonantes de su inglés sueco produciendo un efecto aún más extranjero ─caucásico, acaso─ con el que tiñe el ejercicio de una verosimilitud maléfica. El puenteo subsecuente consiste en voces distorsionadas, ecos ininteligibles que alimentan el desconcierto.

No es mi intención revelar el resto de la trama. Sólo diré que lo que aquí omito transcurre entre remolinos tan variados que van del tango al mambo de ida y vuelta pasando por el jazz más circense que a su vez desemboca en el aria menos culta. Nada es casualidad, los de DSO piensan bien antes de actuar y brindan un pastiche musical que, si bien yace claramente sobre el territorio del metal más convencional, es tan rico en sus referencias adicionales que el resultado final arroja un género posmodernamente torcido por las virtudes creativas de los ejecutantes.


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